Era la última paciente del día. Revisé su ficha. Era su primera vez. Se llamaba Rebeca Torenstein, 39 años, separada. Busqué su fecha de nacimiento. Le faltaban apenas 14 días para cumplir 40. Supuse, porque me gusta adivinar cosas de mis pacientes antes de conocerlos, que deseaba encarar la segunda mitad de su vida intentando librarse de alguna mochila que debió cargar quizás desde su niñez, o su adolescencia, o bien desde sus primeros años de adultez. Un escozor interior me puso en guardia. Intenté relajarme y cerré los ojos. Deseé fervientemente que fuese muy fea, con un cuerpo desproporcionado o, aunque más no sea, que fuese esa clase de personas que provocan repulsión. No quería volver a caer en la tentación. Estaba en un periodo de abstinencia de poco tiempo, pero estaba decidido a continuarlo. Los pacientes de los últimos días me habían ayudado y a los que podían vencer mi voluntad (¡qué irónico, ellos vencerme la voluntad a mí!) les había postergado sus citas hasta nuevo aviso, argumentando un congreso de capacitación.
Abrí la puerta y efectivamente en la recepción solamente se encontraban Paula, mi secretaria, en su escritorio y una mujer que leía distraídamente una revista. La llamé por su nombre. La mujer, rápidamente levantó la cabeza en dirección a la puerta, dejó la revista y se puso de pie. Mis deseos se pulverizaron contra la realidad. Era una mujer que aparentaba bastantes años menos de los que tenía. Llevaba el pelo unos 10 centímetros debajo de los hombros, de color rojizo y cortado en capas. Un pelo con una prolijidad y una perfección que no debería tener ni siquiera un par de horas de recién cortado. Estaba discreta pero perfectamente maquillada y llevaba puesta una remera y un jean ajustados. En Buenos Aires había caído la tarde pero la temperatura seguía rondando los 30 grados. Se fue acercando hacia la puerta con paso lento e indeciso. Esta vez deseé que se arrepintiese, pidiese disculpas y se marchase. Otra vez me había equivocado. La vi inspirar profundamente y acelerar el ritmo. Al llegar a la puerta la invité a pasar. Dudó entre sentarse en el sofá o en la silla que había frente a mi escritorio. Corrí la silla y se sentó. Mientras cerraba la puerta Paula se dio vuelta y me miró. Le pedí cortesmente que se quedara hasta que terminara de atender. Como siempre, del rostro de mi secretaria no se escapó el más mínimo gesto de contrariedad y asintió sonriendo.
- Bien señora Torenstein, ¿en que la puedo ayudar?
- Deseo que me ayude a olvidar.
Mi nombre es Miguel Angel Torres. Tengo 45 años, soy casado y tengo una hija que está llegando a sus 20 años. Soy psicólogo. Hasta aquí nada que pueda producir ni curiosidad ni admiración. Pero hay algo más. Mi especialidad es la hipnosis. Soy hipnoterapeuta. Y en los círculos más privilegiados de la especialidad y entre mis colegas soy considerado el mejor del mundo. Quizás se pueda pensar que soy víctima de un ataque de arrogancia pero desgraciadamente mi virtud ha sido también mi maldición. Hace 20 años que ejerzo. En ese tiempo me he ido perfeccionando en cuanta teoría y técnica apareciese, siendo yo el inventor de muchas de ellas. Pero nadie llega a ser el mejor solamente a base de perfeccionamiento. Tiene que existir algo que nace con uno y lo hace diferente. Y yo soy diferente. Tengo la capacidad de manipular una mente a mi antojo y debido a eso hace 20 años que también llevo una doble vida que me ha ido consumiendo poco a poco. Hasta que decidir ponerle fin y eso fue hace muy poco tiempo. La señora Torenstein era una prueba más que Dios (o el Diablo quizás) me ponían delante para probar mi convicción.
Terapia de "Inducción por Vibración"
Hace 8 años